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Las campanas de Notre-Dame de París repicaron con gritos de agonía durante la noche mientras la Ciudad de la Luz dormía en silencio, marcando el paso de las horas. La ciudad había estado empapada por la lluvia durante cinco días y Béatrice Maunet estaba empapada y exhausta. Había buscado en cada calle y callejón, pero su hijo Henri no estaba por ningún lado. El único lugar que quedaba por buscar era el mundo subterráneo. La desesperación la llevó a la entrada de las Catacumbas de París. Una débil esperanza se encendió en su corazón cuando leyó la advertencia en voz alta: “¡Arrête! C'est ici l'empire de la mort.” Sabiendo que Henri era un chico valiente, se adentró en los pasillos oscuros.
Después de miles de pasos hacia el abismo, en el mundo de los vivos, los días se convirtieron en noches, pero en los pasillos de los muertos, el tiempo se detuvo. Memorizó la sensación de cada hueso y cráneo, cada grieta y fractura que los hacía únicos. La oscuridad gobernaba su mente y su alma, y las paredes de huesos susurraban innumerables historias de agonía y muerte. Caminó y caminó hasta que en un pasillo oscuro e inexplorado sintió el toque familiar del rostro de su niño. Siguió los huesos hacia atrás y salió con él en sus brazos, sin vida y en descomposición.
Béatrice limpió cuidadosamente los restos de su hijo, dándole su último baño. Con la mente nublada por el remordimiento, esperaba encontrar el cierre en las Catacumbas, donde todo había comenzado. Cada medianoche ofrecía sus huesos a las paredes, tratándolos con el respeto y la gran precisión de un artista, deseando que aceptaran a su precioso niño. Pero las paredes se habían quedado en silencio y, con el paso de los años, perdió su voluntad y su nombre para convertirse en Bone Mason, el fantasma de las grandes catacumbas, así apodada por quienes la vieron entrar al abismo cada vez que las campanas doblaban las doce. Y mientras el tiempo apagaba la última chispa de esperanza, una misteriosa carta apuntaba a Luisiana, donde podría encontrar otras almas perdidas. A lo largo de su viaje por el Atlántico, acarició con ternura la cartera que había elaborado. Nadie creyó la historia detrás de la cartera, pero Béatrice encontró consuelo en el toque familiar de su cubierta, se rumoreaba que estaba encuadernado en la propia piel de su hijo.